El respeto se gana, nunca es regalado. En estos días, con nuestra prisa por hacer todo para ayer, pocos tienen la voluntad, paciencia o perseverancia requeridas para ser verdaderamente respetados. Como beber un buen espresso, generar respeto requiere tiempo y la apreciación de los detalles finos necesarios para conseguir un resultado perfecto.
El respeto está también directamente relacionado con la reputación. Constrúyase una reputación como un "tipo derecho" y el respeto vendrá como resultado.
Existen formas de acelerar el proceso -al menos en el corto plazo- con unos cuantos atajos. Por ejemplo: consiga una posición desde donde pueda ejercer poder (poder real, no el poder del dirigente del club de conserjes) y será recompensado con un cierto nivel de respeto, no porque usted lo merezca, sino porque es parte del paquete de su nueva posición.
A continuación hay siete puntos que no le garantizan respeto, pero que lo encaminarán en la dirección correcta. Debe recordar que estas cosas no se hacen una vez y se olvidan; deben ser parte de un nuevo estilo de vida e imagen que usted proyecte.
Mr.Mafioso
V. Askmen.com
Todos tenemos ese punto débil que va contra todo sentido común, lógica y experiencia que hayamos acumulado. Tal debilidad nos puede meter en problemas, y puede ocasionar que perdamos credibilidad y respeto. Esa debilidad puede ser una inclinación al alcohol, un amor por las dorgas ilícitas, el hábito del juego, la inabilidad para controlar las deudas, ser poco confiable, una incapacidad para mantener la boca cerrada, tener adicción al sexo, o ser un bruto que idolatra a Mussolini.
Yo no soy inmune. Aunque practico lo que predico, también tengo debilidades. Tengo alguno hábitos -algunos malos, otros buenos- pero soy lo suficientemente listo para saber cuando un hábito se sale de control y tiene el potencial de acabar conmigo. Alguna gente no puede hacer esta distinción. Este artículo es para ellos.
Un mal hábito prueba que usted tiene debilidades y carece de disciplina en algunos aspectos de su vida. Cómo ese hábito controla su vida muestra que tan disciplinado es usted. Pero no podemos escapar al hecho de que usted es débil y vulnerable en un área de su vida. La apariencia de debilidad lo hace blanco de sus enemigos. Ellos han encontrado una grieta para penetrar sus defensas. Tener un mal hábito puede destruirlo, se expone usted mismo a ser explotado.
Los malos hábito también afectan a su reputación. Cuando usted pierde el control su reputación paga un precio también -usted es visto como falible y como un riesgo potencial. Usted no desea que nadie piense que es poco confiable y de mal gusto; crear dudas en la mente de la gente acerca de la reputación es malo para los negocios.
Esto también tiene el efecto de una bola de nieve. Imagine que mis enemigos piensan que mi fetichismo por las piernas de las trigueñas está fuera de control. Pensarán que han encontrado la forma de acabarme. Lo que seguirá será que esos cafones empezarán a poner en mi camino a toda muchacha de cabello negro con piernas largas que encuentren en el país, hasta que yo me coloque en una posición comprometida y ellos tengan una manera segura de deshacerse de mí. Yo se lo he hecho a otros; ¿por qué no podría sucederme también a mí?
Mr.Mafioso
V.Askmen.com
Morris West
"Lázaro" (pág.37), Javier Vergara Editor, Argentina, 1990.
Autor desconocido
Durante uno de los encuentros organizados en Bolonia por el periódico La Repubblica, el viernes pasado, mientras dialogaba con Stefano Bartezzaghi, me entretuve casualmente con el concepto de reputación. Antaño la reputación era únicamente o buena o mala, y cuando corríamos el riesgo de tener mala reputación (porque íbamos a la quiebra, o porque nos llamaban cornudos), lográbamos recuperarla mediante el suicidio o con el delito de honor. Por supuesto, todos aspiraban a tener una buena reputación.
Pero desde hace tiempo el concepto de reputación ha cedido su lugar al de notoriedad. El valor predominante consiste en "aparecer" y, naturalmente, la manera más segura de aparecer es salir en la televisión. Y no es necesario ser Rita Levi Montalcini o Mario Monti, basta con confesar en una transmisión lacrimógena que tu cónyuge te ha traicionado.
El 1er. héroe de la aparición fue el imbécil que se colocaba detrás de los entrevistados y agitaba la manita. Eso le permitía que a la tarde siguiente lo reconocieran en el bar ("¿Sabes que te he visto en la tele?"), pero sin duda estas apariciones duraban a lo sumo una mañana. Y así, fue aceptándose gradualmente la idea de que para salir en los medios de comunicación de forma constante y evidente era preciso hacer cosas que algún día pudiesen acarrear mala reputación. No es que no se aspire también a tener buena reputación, pero resulta arduo conquistarla, uno tendría que protagonizar un acto heroico, ganar, si no el Nobel, al menos un premio literario importante, pasarse la vida curando leprosos, y estas no son cosas al alcance de un don nadie cualquiera. Resulta más fácil convertirse en alguien que suscite interés, a poder ser con morbo, acostándose por dinero con una persona famosa, o siendo acusado de malversación. No bromeo, basta con mirar la expresión orgullosa del malversador o del granuja del barrio cuando sale en el telediario, incluso el día de su detención: esos minutos de notoriedad valen la cárcel, aunque lo ideal sería que el delito prescribiera, y por eso el acusado sonríe. Han pasado décadas desde que alguien vio su vida destrozada por salir esposado en la tele.
En definitiva, el principio es: "Si la Virgen se aparece, ¿por qué yo no?". Y se pasa por alto el hecho de que uno no es una virgen.
Eso estábamos diciendo el pasado viernes 15, y precisamente al día siguiente aparecía publicado en La Repubblica un largo artículo de Roberto Esposito (La vergogna perduta ['La vergüenza perdida']), donde se reflexionaba entre otras cosas sobre los libros de Gabriella Turnaturi (Vergogna. Metamorfosi di un'emozione ['La vergüenza. Metamorfosis de una emoción'], Feltrinelli, 2012) y de Marco Belpoliti (Senza vergogna ['Sin vergüenza'], Guanda, 2010). En fin, que la cuestión de la pérdida de la vergüenza está presente en diversas reflexiones sobre los hábitos contemporáneos.
Pues bien, este frenesí por aparecer (y por la notoriedad a toda costa, incluso al precio de lo que antaño se conocía como el estigma de la vergüenza) ¿nace de la pérdida de la vergüenza? ¿O se pierde la sensación de vergüenza porque el valor dominante es aparecer, aun a costa del bochorno? Me inclino por la 2a. tesis. Ser visto, ser el objeto de discurso es un valor tan dominante que estamos dispuestos a renunciar a lo que antaño se llamaba pudor (o el impulso de preservar con celo la propia privacidad). Esposito observaba que es señal de falta de vergüenza incluso hablar en voz alta por el móvil en el tren, haciendo saber a todo quisque nuestros asuntos privados, esos que antes se susurraban al oído. No es que uno no se dé cuenta de que los demás lo están oyendo (entonces no sería más que un maleducado), es que inconscientemente quiere que lo oigan, aunque sus asuntos privados sean irrelevantes; pero, claro, no todos pueden tener asuntos privados relevantes como los de Hamlet o Ana Karénina, así que bastará con que se les reconozca como prostitutas de lujo o como deudores morosos.
Leo que no sé qué movimiento eclesiástico quiere volver a la confesión pública. Ya, claro; pero, entonces, ¿qué gracia tendría depositar las propias vergüenzas solo en el oído del confesor?
(2012)
Humberto EcoUna cosa son los derechos y otra muy distinta es el respeto. Todos nacemos con derechos, pero el respeto es algo que se gana.
A un país se le puede admirar por sus grandes logros o temer por su poderío económico y militar, pero el respeto depende del tipo de sociedad que ha producido.
En las sociedades premodernas el respeto se adquiría en la medida que sus habitantes se adecuaban a los principios y valores que ostentaban como parte de su identidad, principios fundamentalmente de origen religioso; muchos de estos principios pasaron a las sociedades modernas en versión secularizada, así: la veracidad, la honradez, la honestidad, y el espíritu de justicia, añadiendo otros nuevos como serían los valores de la democracia: libertad, igualdad, racionalidad empírica. Después se incorporará la solidaridad, las normas cívicas, el respeto a la sana convivencia, etc.
Principios y normas entran en juego cuando la sociedad debe resolver sus conflictos o contradicciones internas, pero también a la hora de dar forma y mantenimiento a sus instituciones, en la confiabilidad de sus empresas y sus productos, en la calidad de sus sistemas educativos, en el valor real de sus credenciales, certificados y documentos, en el grado de control que ejerce sobre las conductas disruptivas, por ejemplo, la delincuencia o la corrupción.
Si nos atenemos a este conjunto de elementos, es inevitable admitir que México no es todavía un país que merezca respeto, nos pueden admirar por nuestro pasado, incluso por nuestra capacidad de sobrevivir en una sociedad tan distorsionada, pero el respeto sólo se alcanza cuando la sociedad es capaz de modificar sustancialmente su disfunción interna.
No somos una sociedad respetable, entre otras cosas, porque no somos una sociedad confiable, las potencias extranjeras conocen muy bien nuestro alto grado de corruptibilidad, y las sociedades de esos países saben que no siempre podemos respaldar con los hechos los títulos o reconocimientos que ostentamos, ya que en nuestro país pesa más la recomendación que el mérito, el soborno que el examen. Saben que no somos sólo víctimas de gobiernos ineptos o corruptos, sino también cómplices y beneficiarios.
Una sociedad que todo lo "arregla" o todo lo "altera" en función del dinero o de las influencias, no es digna de crédito, ni puede realmente progresar en el campo del conocimiento, la productividad y el ingenio.
Hacer de México un país respetable no figura por cierto en las agendas de nuestros partidos y políticos, tampoco sus informes anuales nos hablan del grado de respetabilidad que hemos alcanzado, situación explicable ya que para que la sociedad mexicana se volviese respetable tendría que, en 1er. lugar, desarticular a la clase política y a su sistema, sustituyéndola por una auténtica sociedad democrática y participativa; todavía estamos lejos de este logro, tan lejos que los políticos no puede ni siquiera entender de qué se trata.
Armando González Escoto